Javier Madrazo Lavín | Profesor de Filosofía, Ética y Ciudadanía; parlamentario de Ezker Batua-Berdeak entre 1994 y 2001, y Consejero de Vivienda y Asuntos Sociales del Gobierno Vasco entre 2001 y 2009.
Publicado en el diario EL CORREO el 6 Noviembre de 2013
“La historia demuestra que, en coyunturas críticas, reconocer las reclamaciones del inmigrante acaba ampliando los derechos formales de los ciudadanos. Tratar a estas personas como a seres humanos ilegales acaba devaluando la ciudadanía misma”. Se podrá decir más alto, pero no más claro. La autora de esta sentencia es Saskia Sassen, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2013, en su obra “Inmigrantes y Ciudadanos”. Catedrática de Sociología en la Universidad de Columbia, recoge en esta obra una reflexión profunda y bien razonada, que pone el dedo en la llaga cuando afirma que “vivimos un momento delicado en el ámbito de la integración, lo que afecta no sólo a los inmigrantes, sino también a unos ciudadanos cuyos derechos se han visto recortados y degradados”. Saskia Sassen cita como ejemplos concretos a España y Países Bajos, pero podría haber ampliado su análisis al conjunto de países de la Unión Europa.
La política neoliberal, impuesta en todos ellos nombre de la austeridad, tiene como consecuencias directas para la población local la reducción de las prestaciones sociales, la precarización laboral, la privatización de servicios públicos y la pérdida de calidad de vida. El empobrecimiento de la clase media coincide en el tiempo con el impulso de normas y leyes restrictivas que no sólo aspiran a limitar el fenómeno de la inmigración sino también a criminalizarlo. Los Gobiernos de la Unión Europea aplican la misma “mano dura” tanto para su propia ciudadanía como para quienes llaman a nuestras puertas, buscando una oportunidad que no encuentran en sus lugares de origen. No deja de ser una ironía cruel que África mire a España o Italia como única alternativa, aunque el viaje suponga la muerte, mientras miles de jóvenes nacidos aquí se ven forzados a emigrar a otros países o continentes -Australia, América Latina…- si quieren acceder a un empleo.
Saskia Sassen sostiene, y así es, que las políticas de inmigración tienen, en nuestro entorno, un carácter cíclico. La historia pone de manifiesto que Europa ha vivido etapas de gran demanda de flujos migratorios, en realidad cuando ha sido necesaria mano de obra, a las que han sucedido periodos de persecución, órdenes de expulsión y penalización social, coincidiendo siempre con las crisis económicas inherentes al modelo de desarrollo capitalista. Ahora, nos encontramos en una de estas últimas. El discurso dominante pretende hacernos creer, y lamentablemente lo está consiguiendo, que el inmigrante constituye una amenaza a nuestro futuro porque nos roba el empleo, accede con mayor facilidad a una vivienda social y es el culpable de los recortes sociales a los que nos vemos sometidos sin remisión. Sin duda alguna, una gran mentira que a fuerza de ser repetida termina por ser asumida como una verdad incuestionable.
Este pensamiento queda desmontado en la investigación realizada por la Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2013, cuya conclusión es tajante cuando se refiere al tratamiento dado a lo largo de la historia al fenómeno de la inmigración, concretamente en los periodos más receptivos: “Incorporar al recién llegado -sostiene la autora en alusión a los años veinte y cincuenta- contribuyó a ampliar los derechos formales de los ciudadanos y a hacer de Europa una sociedad abierta”. El rechazo al inmigrante, por tanto, lejos de reportar beneficios a la población local, como quiere hacernos creer el discurso dominante, contribuye a perjudicar sus intereses. La mejor prueba la estamos viviendo ahora en primera persona. El drama de los naufragios en el Mediterráneo coincide con una etapa en la que recesión económica es utilizada como coartada tanto para blindar Europa como para desmantelar el llamado Estado del Bienestar.
La tragedia vivida en Lampedusa ha sacudido las conciencias de los mismos gobiernos que penalizan y criminalizan la inmigración, impulsando para ello directrices tan reaccionarias que son conocidas como “directivas de la vergüenza”. Tratamos como criminales a quienes sólo pretenden sobrevivir, huyendo de países que en su día fueron colonias a las que robamos sus riquezas, condenándoles a la miseria. Esta actitud también tendrá repercusiones para nosotros y no sólo en el ámbito económico y social. Si pensamos en algún momento que mirar hacia otro lado nos salvaría, estábamos equivocados. La extrema derecha gana adhesiones en Europa día a día y la razón de este hecho no hay que buscarla sólo en la crisis, sino sobre todo en el odio al inmigrante. Las encuestas destacan el auge del Frente Nacional en Francia, con una intención de voto que roza el 25 por ciento; increíble pero cierto.
El país vecino se suma así al camino emprendido por Grecia, Austria, Reino Unido, Dinamarca o Finlandia. La derecha democrática, la socialdemocracia y el llamado socialismo han cometido el error de asumir el discurso xenófobo para evitar fugas de voto hacia las filas populistas, y hoy, que gran paradoja, éstas se saben más consolidadas que nunca. Millones de personas confían en estas formaciones, que han dejado de ser marginales para transformarse en opciones de gobierno. Sus mensajes calan con fuerza ante el descrédito de los partidos tradicionales, incapaces de defender los principios de igualdad, justicia social y profundización democrática. Nos han hecho creer que la inmigración ponía en peligro nuestros empleos y calidad de vida, exculpando así al capitalismo de los males que ahora padecemos. Sólo una izquierda valiente, libre y concienciada puede actuar como contrapoder frente la extrema derecha y a quienes por haberse sometido a ella también son, de algún modo, sus víctimas.
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