Un análisis de Oscar R. González*
En su afán por hacer que los acontecimientos convaliden sus deseos, algunas voces políticas y mediáticas pretenden soslayar el hecho de que las recientes elecciones no constituyeron un plebiscito sobre el rumbo del gobierno nacional ni una interna abierta para ungir candidatos presidenciales. Su propósito no fue otro que definir la composición del Congreso en los dos próximos períodos legislativos.
Aunque toda elección puede leerse como barómetro del humor social, interpretar o traducir esa expresión es algo más complejo que la medición de un fenómeno físico. A contramano de esa evidencia, apenas pasadas las 18 del domingo, guitarreros varios se lanzaron en tropel a puntear melodías desafinadas en torno al remanido discurso del fin de ciclo.
Para analizar los números con alguna seriedad, además de tenerse en cuenta que no estaba en tela de juicio ningún mandato ejecutivo, hay que fijarse en dos variables: la cantidad de bancas que puso en juego cada fuerza y la que obtuvo y, además, la nueva composición de las cámaras.
Más allá de los fuegos de artificio y de repentinos liderazgos, lo cierto es que el Frente para la Victoria y sus aliados obtuvieron cinco bancas más de las que debían renovar para mantener su actual representación en Diputados, donde desde diciembre tendrá 132 votos propios sobre 257. En Senadores, entretanto, conquistaron 13 de las 24 en disputa y en consecuencia seguirán gozando de una notoria prevalencia.
Contra lo que algunos arguyen, la constatación de que el FpV conforma la fuerza política más importante de la Argentina no es en modo alguno un premio consuelo. Uno de los problemas con que se enfrentan los ideólogos del nuevo ciclo —además de la adhesión popular al proyecto iniciado en 2003— es precisamente la dispersión y fragilidad de los presuntos liderazgos emergentes que, se ilusionan, deberían restaurar los viejos tiempos.
Si se considera la elección de diputados nacionales, practicada en todos los distritos, el FpV y sus aliados obtuvieron algo más de 33% de los votos. Por su parte, el radicalismo y sus aliados alcanzaron 21% y las tres estrellas de los medios, Frente Renovador, PRO y Unen, reunieron 17%, 9% y 2,6%, respectivamente.
Esas fuerzas opositoras están unidas en su rechazo al Gobierno, pero cuesta imaginarlas en una concertación política capaz de gestionar algo una vez concluidos los comicios. Algo de esto ocurrió cuatro años atrás, cuando la oposición se repartió las comisiones en Diputados y no pudo desplegar ninguna actividad legislativa importante, salvo la acción negativa de impedir que el Ejecutivo dispusiera de un presupuesto anual.
Hace más de dos siglos, para legitimarse, la burguesía triunfante alumbró la teoría de los equilibrios de poder como un dique para prevenir los desbordes de las masas y, en los hechos, cualquier intento de modificar el statu quo. En la Argentina, algunos legisladores alborotados creen incluso más, que la misión del Congreso es la de entorpecer la labor del Poder Ejecutivo.
Los resultados de las elecciones del domingo pasado, entonces, más allá de las necesarias evaluaciones políticas sobre el desempeño de cada distrito, consolidan la presencia oficialista en el Parlamento y garantizan que, junto al Ejecutivo, ambos poderes del Estado continuarán desplegando las políticas públicas de transformaciones, reformas progresistas y ampliación de derechos.
*Periodista. Dirigente del Socialismo para la Victoria. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.
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