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Igual que
ocurrió en Argelia dos décadas atrás o hace algunos años en Gaza, ahora en
Egipto se vuelve a subvertir el orden democrático para evitar que una
determinada opción política gobierne, con más o menos poderes, evitando ciertos
extremismos que podrían dañar la necesaria moderación política y social que
requieren las economías capitalistas para poder subsistir y aumentar sus
beneficios.
Porque creo que
ésta y no otra es la razón que se esconde tras las intervenciones que en esos
tres escenarios (Argelia, Gaza, Egipto) evitaron el acceso al poder -o lo
asfixiaron durante su ejercicio- a las opciones islamistas radicales que habían
ganado limpiamente las elecciones.
De lo cual
resulta una paradoja insalvable para los defensores de las democracias
liberales, que dicen estar a favor de la democracia pero que no dudan en
recurrir o aceptar la intervención de poderes fácticos para evitar que unas
determinadas opciones políticas, antipáticas al capital, accedan al
gobierno, o si lo hacen, que tengan mil
obstáculos para ejercerlo con eficacia.
No han cambiado
muchas cosas a lo largo de la
Historia y, menos aún, en estos inicios del siglo XXI con
respecto al siglo anterior. El poder fáctico del capitalismo sigue siendo
inmenso, hasta el punto de seguir ocupando el primer puesto en la lista de
poderes fácticos eficaces. El gran capital, aliado con ciertos partidos y
militares, abortó la República
de Weimar alemana, la Segunda República
española y el Chile de Allende.
Pero también el
capitalismo facilitó el retorno de la democracia a España cuando el franquismo
le supuso un obstáculo a sus grandes inversiones y proyectos, haciendo lo
propio, años más tarde, en la
URSS y sus países satélites, que derribaron el comunismo
después de ciertas “aperturas” económicas que habían ido introduciendo el virus
del consumismo, bacteria que transforma eficazmente a comunistas en consumistas
y a trabajadores en consumidores.
El capitalismo
necesita libertad de mercado para expandirse pues de lo contrario no hay sitio
para la competencia empresarial. Y para que exista libertad de mercado tiene
que haber también cierta libertad política y social, aunque no necesariamente
toda la libertad que la ciudadanía demande, pues se correría el riesgo de
permitir la implantación de regímenes políticos y económicos antipáticos al
capital e incluso contrarios al mismo. Esto es lo que entendió perfectamente el
régimen seudo-comunista chino, por ejemplo.
Así, en
momentos históricos y países sin sólida raigambre democrática, aparecen los
ejércitos como los grandes guardianes y salvadores del capital allá donde éste
tiene jugosas inversiones. Y siempre estarán dispuestos unos cuantos militares
a salvar la patria, eufemismo tras el que se esconden las propiedades de los
grandes magnates e inversores que, como se sabe, son siempre los más patriotas
a la hora de refugiar su dinero allá donde más les rente.
Cosa distinta
son los escenarios donde la democracia echó raíces pronto o donde alcanzó
rápidamente una inquebrantable aceptación social. En estos casos, el gran
capital no necesita de tanques o antidisturbios. Le basta con financiar
campañas electorales o partidos, contratar permanentes publicidades en grandes
medios de comunicación, financiar proyectos de investigación o becas en las
universidades, y si las cosas se tuercen, como en algunos países del euro,
especular contra la deuda soberana de los Estados, obligando a sus gobiernos y
parlamentos a decretar y legislar normas que recorten el bienestar de sus
ciudadanos para hacerlos más sumisos al capital, al que deben al fin y al cabo
su subsistencia.
En algunos
países más civilizados, sin embargo, se han implantado democracias autoritarias
cuyos gobiernos, desoyendo el sufrimiento de sus ciudadanos, imponen normas
restrictivas y detraen recursos que aceleran la exclusión social e incluso la
muerte de miles de ellos, que las estadísticas oficiales maquillarán bajo
cualquier epígrafe eufemístico. Estas democracias autoritarias (democracias en
lo formal, autocracias en lo material) enfrentan sus fuerzas de orden a los
ciudadanos, dejando que actúen con cierta contundencia e impunidad durante unas
horas o unos días, pues así se escarmienta a quienes pretenden, por la vía de
la protesta en la calle, subvertir el orden económico injusto establecido. Lo
estamos viendo allá donde surge un poder ciudadano que se organiza al margen de
partidos y sindicatos: España, Turquía, Brasil, Chile…
Aunque en estos
países “civilizados” siempre quedará el recurso a las dictaduras militares,
como parece que advirtió el presidente de la Comisión Europea ,
Durao Barroso, a los líderes de la Confederación
Europea de Sindicatos, para que midieran el alcance de las
protestas en los países del sur de la Eurozona. Quizá
por eso los grandes sindicatos en el Euro-Sur han tirado la toalla y se han
rendido también al gran capital, pues no quieren o no encuentran la manera de
articular una lucha efectiva y
contundente contra él.
Así,
desprotegidos los ciudadanos de los últimos bastiones contra el gran capital
que casi todo lo puede -que eran sus gobiernos y sindicatos- solo nos queda el
recurso al pataleo o a la organización de una sociedad civil que, al margen de
partidos y sindicatos, plante cara al poder hegemónico del capital, ganándole
allí donde más le duele, es decir, en la cuenta de resultados. Para que otro
mundo sea posible es imprescindible que otro capitalismo sea posible. Quienes luchamos
por ello no estamos en contra de la economía de mercado ni de la libertad de
empresa, pero sí en contra del poder omnímodo que imponen los grandes poderes
económicos y financieros a todo el resto, que son trabajadores-consumidores,
pequeños y medianos empresarios, gobiernos y parlamentos. Llegados a este punto
es necesario el tránsito a una economía social de mercado dentro de un
capitalismo con rostro humano y una democracia participativa; es necesario que
la política vuelva a imponerse al capital y para ello es necesario darle la
vuelta a esta globalización neoliberal.
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