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Decía
la vicesecretaria general del PSOE, Elena Valenciano, el sábado pasado en el
programa televisivo “El gran debate”, que el bipartidismo era fruto de la
voluntad de los españoles, que votaban mayoritariamente a dos grandes partidos.
Lo que se callaba Valenciano eran las trampas que el sistema electoral español
pone a dicha voluntad para que la asignación de escaños en el recuento nacional
tienda a conformar un Parlamento bipartidista, lo que sabe quien haya estudiado
con detenimiento la idiosincrasia de la Ley Orgánica de Régimen Electoral
General (LOREG).
Partiendo
de la provincia como circunscripción electoral, con el premio de sobre-representación
que tienen las provincias menos pobladas –que beneficia a los grandes
partidos-, y pasando por la Ley D’Hondt, fórmula matemática de asignación de
escaños que solo es efectivamente proporcional en las circunscripciones más
pobladas, se llega a la injusta situación de tener que reunir entre 300.00 y
500.000 votos para obtener un escaño en el Congreso, si se trata de partidos
nacionales pequeños como IU o UPyD, mientras que los grandes partidos
nacionales, PP y PSOE, lo consiguen reuniendo entre 60.000 y 80.000 votos.
Nuestro
sistema electoral, estudiado lo suficiente por juristas y politólogos,
introduce elementos distorsionadores de la proporcionalidad que benefician a
los grandes partidos nacionales y a los partidos nacionalistas fuertemente
implantados en algunos territorios, mientras que perjudica notablemente a los
pequeños partidos nacionales o nacionalistas poco implantados en sus
territorios. Ya el Consejo de Estado emitió un informe hace unos años
reconociendo estos desajustes y recomendando al entonces Gobierno de Zapatero
que estudiara una reforma que los corrigiera, durmiendo todavía estos consejos
el sueño de los justos.
Con
sus declaraciones, la vicesecretaria general del PSOE, Elena Valenciano, no
hacía más que sumarse al coro de voces que, ahora, sale precipitado a cantarnos
las supuestas bondades del bipartidismo, como hizo unos días antes el propio
expresidente Felipe González, que en un alarde de exageración -propio de quien
quiere atemorizar más que razonar- dijo que “un Parlamento de cien partidos o
un Gobierno de ocho fuerzas políticas no garantizan un mayor cumplimiento de
los programas electorales ni el control de la acción de gobierno”. ¿Acaso ha
visto González, en su dilatada carrera política, algún Parlamento de cien
partidos o algún Gobierno de ocho fuerzas políticas?
El
caso es que cada vez que se cuestiona el bipartidismo surgen los mismos de
siempre para enviarnos un mensaje confuso y miedoso, elaborado con las
supuestas atrocidades del pluripartidismo, para hacernos recapacitar y que
volvamos con ello al redil del pensamiento único, moda esta última a la que se
han apuntado penosamente los partidos socialdemócratas, entre ellos el PSOE. Lo
curioso es que quienes emiten estos mensajes hacen un flaco favor a nuestra
democracia pues la Constitución de 1978 consagra el pluralismo político como
uno de los valores superiores del ordenamiento jurídico, debiéndose la
introducción de este valor en nuestra norma fundamental precisamente a un
insigne miembro del PSOE ya fallecido, Gregorio Peces Barba. ¿Qué diría él
escuchando semejantes diatribas contra el pluripartidismo de quien fuera su
compañero de partido y de Gobierno, Felipe González?
El
caso es que, de las pocas cosas buenas que tiene esta crisis en la que estamos
inmersos, una de ellas es el auge de partidos como IU o UPyD que, al fin, están
empezando a romper el bipartidismo, auténtico muro de contención del pluralismo
político y auténtico parapeto del sistema ante críticas incómodas que le
cuestionen. Porque el bipartidismo, se mire por donde se mire, genera una
democracia autoritaria, ya que dos grandes partidos se reparten por cuotas casi
todos los recovecos del poder.
Quienes
nos venden el bipartidismo como la panacea de la estabilidad política y, a
renglón seguido, nos ponen como ejemplo a los Estados Unidos de Norteamérica o
a Gran Bretaña, lo hacen con la argucia tramposa de comparar unos sistemas
políticos que tienen notables diferencias con el nuestro. Porque estos
defensores a ultranza del bipartidismo estadounidense o anglosajón se callan, maliciosamente,
que para compararnos con aquéllos tendríamos que cambiar nuestro sistema
electoral, implantando uno de tipo mayoritario con circunscripciones
electorales más pequeñas en las que los electores tendrían un contacto más
cercano y exigente con su representante político, dando mucha más relevancia a
la relación representante-elector que a la relación partido-votante. De hecho,
en EE UU los partidos políticos solo emergen en campaña electoral, el resto del
tiempo sirven como apoyo logístico de los representantes que tienen en las
instituciones.
La
razón de que nuestro sistema electoral diseñe un Parlamento bipartidista,
supra-representando a los grandes partidos e infra-representando a los partidos
pequeños, nace del miedo a la heterogeneidad política del pueblo español que
tenían en 1977 el Gobierno, la oposición moderada y el capitalismo occidental.
Todos ellos temían que, si se optaba por un sistema electoral muy proporcional,
se volviera a la inestabilidad sempiterna de nuestro sistema político, que
tantos disgustos nos había dado a lo largo de la Historia. Por eso se
introducen entonces –en la Ley para la Reforma Política de 1976 y en el
Decreto-Ley de Medidas Electorales de 1977- los elementos necesarios para
evitar esa situación y pergeñar un Parlamento plural pero con un par de fuerzas
políticas dominantes que representaran a la mayoría social moderada, aglutinada
en torno a dos grandes partidos, uno de centro-derecha y otro de
centro-izquierda. Nos diseñaron una
democracia al estilo estadounidense o anglosajón pero dándole todo el
protagonismo a los partidos y no a los representantes políticos. Las reformas
posteriores de la legislación electoral no han cambiado la esencia básica de
este diseño.
Sin
embargo, esta crisis, que en tantas cosas nos regresa al pasado, también nos
está retornando a ese momento pluripartidista que dieron las elecciones de 1977
y 1978, con dos grandes partidos, UCD y PSOE, y otros dos más pequeños pero
bien visibles, AP y PCE. El crecimiento electoral de IU y UPyD que arrojan las
encuestas no solo es saludable sino imprescindible. Quienes siguen defendiendo
el bipartidismo a ultranza no hacen sino ahondar en la terrible y sempiterna
división de las dos Españas, que nació en 1808 y que ha sido convenientemente
alimentada por radicales y extremistas tanto de uno como de otro bando,
llevando a España a situaciones trágicas que han impedido el desarrollo al que
teníamos derecho los españoles por estar donde estábamos, es decir, en un
rincón privilegiado de Europa. La Transición incorpora al sistema político a
esa media España, la de centro-izquierda, excluida por el franquismo. Pero no
se pueden defender, como hacen algunos, aquellos años de espíritu de consenso,
de los Pactos de la Moncloa y, al mismo tiempo, renegar del pluripartidismo que
consagra nuestra Constitución. El bipartidismo solo beneficia a quienes ganan
con las dos Españas.
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